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Cuando pensamos en algunas de las estampas que se han grabado más profundamente en la memoria y el gusto de visitantes nacionales y extranjeros, resulta que varias de ellas pertenecen al Centro Histórico de la Ciudad de México. Lo anterior no es extraño si consideramos que, al recorrer algunos de sus poco menos de diez kilómetros, nos asaltan posibilidades casi infinitas: museos, templos, monumentos religiosos y civiles, plazas, claustros, jardines, fuentes, obras de arte, vestigios de distintas culturas y etapas históricas, así como expresiones inmateriales de tradiciones que han sabido evolucionar a partir de un sinfín de fusiones.

Su riqueza es tal que en diciembre del 2017 se cumplieron ya tres décadas de que fuera declarado como Patrimonio Cultural de la Humanidad. El 11 de diciembre de 1987, la Unesco le brindó tal reconocimiento al Centro, que es el de mayor extensión en toda América Latina y representa uno de los puntos turísticos más concurridos a nivel mundial. En su área, de seiscientos sesenta y ocho manzanas que albergan casi mil quinientos edificios de gran valor histórico y artístico, hay una actividad incesante que le imprime un colorido inagotable.

Los factores para determinar a una zona como patrimonio universal son diversos y puede tratarse tanto de áreas culturales (por ejemplo, sitios arqueológicos), de valor natural (como algunos bosques y reservas biodiversas) o mixtos (ahí donde se reúnen las condiciones anteriores). Y para ser considerados de esta manera, los lugares en cuestión deben ser reconocidos por formar parte del intercambio de valores culturales, ser plurales en cuanto a sus tradiciones, poseer un importante legado arquitectónico o arqueológico, contener obras maestras, ejemplificar asentamientos humanos, etcétera. En el caso de nuestro Centro cumple básicamente con todos los campos en lo que a patrimonio mundial se refiere.

Es el más grande de toda América Latina y su historia se remonta, al menos, hasta 1325, cuando era un islote rodeado de lagos navegables, las principales vías de comunicación de la época precolombina. De aquellos días aún se conservan no pocos testimonios materiales e inmateriales. En cuanto a los primeros, basta recordar que en el Centro se encuentran vestigios de por lo menos cinco templos aztecas, como el Templo Mayor de México Tenochtitlan, que era considerado en la cultura mexica como el centro del universo.

Ahí se construyó el templo dedicado a Huitzilopochtli, además de diversos altares, tzompantlis (adoratorios a los muertos, hechos con cráneos tallados), sitios para el juego de pelota, considerada una actividad sagrada, monolitos (como el de la Coyolxauhqui) y la Piedra de Sol (conocida a veces como calendario azteca) entre muchas otras joyas arqueológicas que nos permiten seguir comprendiendo la cosmovisión y la organización social de aquella civilización.

La Catedral y el Sagrario Metropolitano, que se ubican a un costado del Templo Mayor, también son los de mayor magnitud de toda América Latina y representan emblemas de la época virreinal y las expresiones sincréticas que se presentaron en nuestro continente. Su construcción comenzó en el siglo XVI y fue un elemento clave en el ordenamiento de la nueva ciudad, en donde pronto florecieron puentes, conventos, hospitales, plazas, garitas y construcciones urbanas de todo tipo que hicieron de la capital de la Nueva España, primero, y luego del México independiente uno de los centros culturales más activos.

Además de estos elementos habría que destacar el propio Zócalo, la Plaza de la Constitución, que es sede de los poderes y un punto de reunión que, a lo largo de los siglos, la sociedad ha sentido con justa razón como el corazón de la vida pública; el Palacio Nacional, que aunado a su valor histórico y arquitectónico presenta obras de artistas relevantes, como los murales de Diego Rivera, y que junto con el Antiguo Palacio del Ayuntamiento y el edificio de la Asamblea Legislativa, que se encuentran a pocos metros, aún albergan las actividades de gobierno; los templos, como el de San Fernando y el de San Hipólito, trascendieron su función original y siguen siendo lugares que reúnen retablos, obras de joyería y herrería de gran belleza, igual que el Antiguo Palacio del Arzobispado; el Palacio de Minería, el de Medicina, el de Correos o el de Bellas Artes nos hablan de una vitalidad prácticamente ininterrumpida, pues fueron construidos en distintas etapas históricas, desde los tiempos novohispanos hasta el siglo xx. Pues en la era moderna no deja de alimentarse la riqueza de la zona, como lo ejemplifican la construcción de la Torre Latinoamericana o los remozamientos de plazas como las de Garibaldi —un símbolo de la música mexicana a nivel mundial— y la Alameda Central, entre muchos otros proyectos de restauración que se han emprendido en los últimos años, con el propósito de conservar el esplendor propio de la zona.

Y este rasgo nos permite comprender que el Centro, además de todo su linaje histórico, tiene las puertas abiertas a la modernidad y es uno de sus motores. Este carácter dual está bien representado por sus numerosos e interesantes museos, donde destacan el Museo Nacional de Arte, el Museo de la Ciudad de México, el Antiguo Colegio de San Ildefonso o la Academia de San Carlos, junto con galerías, cafés y otros puntos de reunión donde se brinda espacio a las expresiones culturales contemporáneas.

La mejor manera de celebrar estas tres décadas de reconocimiento del Centro Histórico de la Ciudad de México como Patrimonio de la Humanidad es recorrerlo para seguir descubriendo todos los aspectos tan vastos que nos depara. Así que no hay más que salir y disfrutarlo. ¡Larga vida al Centro!