Este edificio civil de estilo barroco virreinal fue propiedad del marqués de Aguayo, quien ayudó a la consolidación del dominio español en las primeras décadas del siglo XVIII, al expulsar de Texas a los ejércitos franceses. Eso lo hizo acreedor, entre otros bienes, a grandes rebaños de ganado y numerosos inmuebles. En la parte superior se hallaban habitaciones, comedor y vestidores, por lo que en algunas paredes se alcanzan a ver pinturas murales.
La casa se asentó sobre una construcción prehispánica que pertenecía al Barrio de Temazcaltitlán (sitio de temazcales), como se aprecia en el Museo de Sitio anexo. Su arquitectura está íntimamente ligada a la cercanía al lago de Texcoco y a la Acequia Principal que venía desde Xochimilco y corría por su costado oriente: uno de sus dos patios —el principal— aún posee un pozo de avenamiento, que servía para detectar el nivel de las aguas del lago. En el segundo patio —de servicio— se hallaba el pozo del que se abastecía la casa. Ambos estaban interconectados; se dice que un sistema de piedras servía para filtrar el agua.
La casa se empleó como manufactura, así lo muestran diversas disposiciones: el horno vertical en el patio de servicio, seis pozos para teñidos o curtidos, vestigios de un molino, una tina o pelambrera, equipo para fabricar loza de talavera, así como el portón con entrada para canoas que facilitaba la entrada y salida de mercaderías. Hacia la segunda década del siglo XX, la casa se destinó para la escuela Gabino Barreda; en 1931 fue catalogada monumento histórico, aunque luego sirviera como distribuidor y venta de frutas y verduras, vivienda de indigentes o bodega de mercaderías. En 1980 fue expropiada y desde hace unos años es un centro cultural.
Actualmente está bajo el resguardo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Esta plaza se halla en el viejo barrio de La Merced. Un rumor generalizado cuenta que ahí se cumplió el augurio que dio paso a la fundación de Tenochtitlan: los antiguos mexicanos hallaron en su centro un águila comiendo una serpiente; es decir, se toparon con el signo esperado que señalaba que ése era el lugar para establecerse.
Actualmente, la plaza está adornada con cuarenta y dos aguilas de todos los escudos nacionales creados en talavera. Por su cercana ubicación al atrio del Ex Convento de Nuestra Señora de la Merced, por muchos años fue utilizada como estacionamiento de camiones de carga y las casas aledañas como bodegas; en los últimos tres años ha sido reparada y su fuente restaurada, dejando así ver su diseño y arquitectura.
Llama la atención la casa ubicada en la esquina de Misioneros, alguna vez recinto de la Sociedad Mutualista de Comerciantes en Frutas y Hortalizas de la ciudad de México: su interior, además de poseer rasgos del siglo XVIII, es un ejemplo del tiempo libre y el bien vivir barrial. El Café Bagdad también habla de las pausas que los vecinos y usuarios hacían durante las jornadas. Su nombre oficial, Plaza Juan José Baz, recuerda a un gobernador liberal y radical defensor de la desamortización de los bienes eclesiásticos.
Cuando se entra por primera vez, no es posible evitar sentirse en una casa de muñecas. No obstante, la Capilla de Manzanares es una de las mejor conservadas del Centro Histórico. Su historia, vinculada con el suburbio del mismo nombre, se remonta a un barrio indígena del siglo XVI que se ubicaba en las salientes del lago de Texcoco. Justo detrás de la capilla pasaba uno de los dos brazos de la Acequia Principal que venía desde Xochimilco y desembocaba en el lago; sus vecinos convivieron con esa corriente hasta el último tercio del siglo XVIII cuando, a pesar de las protestas, fue finalmente cegada.
La capilla recibió a los indígenas de los barrios inmediatos; sin embargo, en lugar de que fuera demolida durante la Reforma, los vecinos se encargaron de cuidarla. Su estilo barroco churrigueresco se conserva tanto en el exterior —la portada labrada en cantera, las columnas estípites, la puerta, las torres y la cúpula— como en el retablo, las imágenes laterales, el coro o las figuras estofadas de su interior. Aunque por su tamaño no caben más de veinte personas, sus puertas han permanecido siempre abiertas aun a pesar de que desde el siglo XIX se le cargó la fama de ser el recinto sagrado de malvivientes, ladrones y mujerzuelas.